El revés de la apariencia
Por: Francisco Febres Cordero
Vestido siempre en ternos de colores oscuros, embutido en camisas de cuello y puños almidonados y luciendo corbatas de la misma seda que la del pañuelo que sobresale con largueza del bolsillo del saco, el funcionario se exhibe haciendo gala de sapiencia jurídica y mostrando una dicción tan engominada como su cabello. Tal parecería que un sujeto así de atildado tendría unos principios igualmente impolutos y una conducta diáfana, transparente como los cristales de sus lentes de miope.
Probablemente tanta preocupación por las formas le llevó a ser, desde niño, el primero de su clase, cumplidor maniático de las obligaciones que le iba imponiendo una educación provinciana y austera. Es difícil imaginarlo como a un niño que, evadiendo la rigidez de las normas, se lanza en pos de una aventura. No: para él quizás no existía otra hazaña que la repetición del alfabeto, de las tablas de multiplicar y de las oraciones cotidianas en la misa en que él, seguro, había sido escogido por el cura como sacristán, con proyección a convertirse en oficiante y ocupar ulteriormente un alto cargo en el Vaticano. Los rezos a la hora de la comunión se dirigirían a pedir a Dios, a la Virgen y a todo el séquito de santos celestiales el apoyo para llegar “a ser alguien” en la vida, pago merecido por sus incesantes sacrificios y su obsesión por no contradecir a sus mayores, a quienes buscaba halagar obedeciendo todos sus requerimientos, inclusive aquellos relativos a la alimentación, que proscribía comer dulces porque producían caries y malestares estomacales y, en cambio, le instaban a saborear la cebolla paiteña y el ajo a fin de fortalecer los pulmones, débiles en un muchacho flacuchento.
¿En qué momento ese joven de flema casi inglesa, devenido luego en abogado y más tarde en fiscal, descubrió que, para trepar, mejor que la observancia de la ley resulta el halago a los superiores? (lección que sus subordinados pusieron en práctica hace unos días con cínico desparpajo). ¿En qué momento de su ascensión social en la que, según confesó, pretendía llegar a la Presidencia de la República, descubrió que para continuar trepando todo vale, inclusive las prácticas reñidas con la ética? ¿En qué instante decidió, ante la posibilidad de que la Asamblea le pidiera la renuncia, amenazar con represalias a algunos asambleístas que iban a votar en su contra?
Para el hombre común, su imagen quedó manchada para siempre y el efluvio de la lavanda que deja a su paso ahora tiene la pestilencia de la prepotencia, la mentira y el abuso. Sus ejecutorias (algunas de las cuales hablan de la protección a esos banqueros corruptos a quienes él dice perseguir) han revelado que los ciudadanos no vivimos bajo el imperio de la ley, como nos ofreció la revolución ciudadana, sino bajo el capricho de quien, obsesionado por el poder, tiene a la justicia cogida por el gaznate y la pone a funcionar al vaivén de sus personales intereses y sus caprichos más recónditos.
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